En el jardín de mi casa había una adelfa. Era alta, frondosa y con unas flores oscuras, de un rosa intenso, casi de color granate. Sus hojas eran pequeñas puntas de lanza de un verde oscuro, afiladas cuchillas a las que mi mente infantil otorgaba poderes malignos fruto del miedo que cada día mi madre me inculcaba con la intención de doblegar mi costumbre de llevármelo todo a la boca: “Ten mucho cuidado, las adelfas son venenosas“.
Yo miraba esa planta inmensa que me doblaba en altura y sentía la atracción irremediable de lo prohibido, el inmenso deseo de meterme entre sus ramas y esperar allí, abrazado a su tronco, la muerte por intoxicación.
Lüisa Atienza
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