El frío recibimiento brindado por los trabajadores del centro de acogida me hizo comprender en parte por qué nadie más había optado al empleo. Los escasos medicamentos de los que disponían habían sido desechados por hospitales y clínicas, en gran medida por estar caducados. Bendita generosidad. En una ruinosa habitación, que pretendía ser un quirófano, la pintura cuarteada del techo se desprendía sobre una solitaria mesa oxidada como moscas sobre un cadáver. El recinto exterior era incluso peor: palés de madera y pedazos de plástico se habían aprovechado para construir cobijos tan precarios que apenas protegían de las inclemencias del frío o de la lluvia. Los animales allí hacinados debían soportar la hediondez de su cautiverio en jaulas saturadas de deposiciones y charcos de orines. El panorama, aunque desolador, me hizo recordar los motivos que me habían alentado a ser veterinaria.
Germinal García
Deixa un comentari