García se limpió la nariz con la manga. Le dolía una oreja y el ojo lo tenía casi cerrado. Apretó los dientes para no llorar. Madre le reñirá por la sangre y el barro de su ropa. Refunfuñará, le sacará los pantalones y la camisa y los echará al barreño para frotarlos con el jabón que huele a petróleo. El López y los otros la habían hecho buena. Cuando se entere padre los va a poner firmes.
Rojo, rojeras, apestado, comunista, pelón. Una lágrima serpenteó por la mejilla
dolorida, y García corrió pronto a limpiarla con un gesto seco. No le iban a ver llorar. Padre no lo hacía. Ni cuando salió de aquel sitio feo y gris y lo vio por primera vez en su vida. Era un señor famélico perdido en una chaqueta pelada y hambre en las mejillas y en los ojos. Le dio miedo cuando lo cogió con sus brazos huesudos. Creía que no aguantaría su peso. García apretó los puños. No lloraría. Padre le había dicho que ser hombre era eso: no llorar. Aunque le partan a uno la cara.
Ezequiel Teodoro
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