Dicen que los espejos guardamos fragmentos de las almas que reflejamos. Quizás sea cierto. Después de ciento treinta y dos años colgado en esta casa, he acumulado tantos retazos de vidas que a veces me cuesta distinguir dónde termina mi superficie de mercurio y dónde comienzan los recuerdos ajenos.
Me instalaron aquí en 1891, cuando la casa era nueva y olía a pintura fresca y a las rosas que Elena, la primera dueña, colocaba cada mañana en el jarrón de porcelana china. Era joven entonces, tanto ella como yo, y mi marco dorado brillaba con la misma intensidad que sus ojos verdes cuando se miraba en mí antes de sus bailes de sociedad.
Elena me legó a su hija Margaret, quien trajo consigo los locos años veinte. La vi cortarse el pelo a la altura de la barbilla una noche de 1924, mientras tarareaba un charlestón. Después vino Isabel, la hija de Margaret, que creció entre guerras y restricciones. Era callada, pero tenía una fortaleza interior que se reflejaba en la determinación de su mirada. La vi convertirse en una de
las primeras mujeres médicas de la ciudad.
Bruce Brad Oskar
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