Los objetos consiguen a las personas, son ellos quienes nos buscan y no nosotros. Esta frase que hace tiempo yo leí, escéptico, en una novela explicaría el impulso que me llevó a coger una milenaria tableta de arcilla en el Fitzwilliam Museum. Y aún más: los acontecimientos que precedieron al instante fatídico, así como la idea nacida de ese acto espontáneo me demuestran ahora la verdad de esta sentencia.
El último o penúltimo de esos acontecimientos con los que la tablilla acabó de
buscarme fue mi llamada telefónica de ayer al profesor Miller. Tras ella, durante toda la mañana, paseando por las calles de Cambridge, mientras mi mujer y yo recorrimos juntos el Jesus College –nos separamos un buen rato, cuando ella se quedó en el jardín y yo me fui a la capilla- y hasta que acabamos la visita al Fitzwilliam Museum, Ana estuvo repitiéndome lo que ya me había dicho antes del viaje y yo tenía olvidado: el profesor había comido una paella en casa de mi madre, invitado por mi hermano, su anfitrión, cuando estuvo en Barcelona hace unos diez años. Que el eminente micenólogo correspondiera a la paella de mi madre del modo en que acababa de hacer
lo convertía en un desagradecido.
Juan Varias
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