Mamá hace tiempo que no está con nosotras. Una mañana del invierno pasado decidió rastrear con uñas y dientes su propio destino y se largó al París de la Francia con su último regente. Salió de casa como una reina de picas: ojos sombreados que le prestaban aspecto de mapache, labios afrutados hasta la vulgaridad y un vestido con frunces que, según me confesó la Aurori, le haría pasar por puta de altura ante cualquiera que tuviera dos ojos de frente. Ya volverá, nos dijeron las vecinas de la corrala. A mí me importaba un bledo, la verdad. Cuando estaba con nosotras se comportaba como un sargento furriel dando órdenes a todas horas. Para más inri me
sacó del colegio en cuarto curso y me obligó a conocer a ese diablo de don Tommaso, el italiano, que se había hecho sastre después de pasarse treinta años como negrero en la Guinea y que, además, olía a sardina arenque cada vez que se bajaba la bragueta para enseñarte la minga. No sabía hacer otra cosa
Agustín García Aguado
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