No me da vergüenza afirmar que yo de joven siempre quise ser poeta.
Luego decidí estudiar derecho y, tras ejercer algunos años la abogacía,
acabé ganándome una silla de magistrado. Por muy prosaico que pueda
parecer a primera vista el oficio, bien es sabido que la poesía ronda todos los
rincones del hombre y siempre, aunque sea de las formas más acrobáticas e
inescrutables, logra abrir sus caminos. Da fe de esto el caso de un español
anónimo asesinado en una callejuela de Daca, la capital de Bangladesh, cuya
administración, tras incontables trámites y peripecias, llegó un día hasta mi
juzgado. El escueto informe que nos mandaron desde allí decía, entre otras
cosas, que de ningún modo podía tratarse de un turista y que el sujeto
parecía vivir en la indigencia.
Eloy Martínez
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