Cuando el primer destacamento americano, un batallón motorizado, llegó a primera hora de la tarde del 29 de abril a las puertas de Dachau, Andrés Vilar no supo si debía alegrarse. Sospechaba desde hacía algunos meses que estaba perdiendo la razón. Lo único valioso que creía conservar, la razón. Había alcanzado el convencimiento de que el tipo que a duras penas conseguía arrastrar los pies por aquel lodazal no era el mismo hombre alto y erguido que atravesó la alambrada muchos meses atrás.
Un oficial americano muy joven que apenas conseguía sobreponerse a la náusea que le provocaba la contemplación de tanto horror, miró largamente a Andrés y descansó en él la vista. En torno a ellos se organizaba la largamente esperada ejecución de los verdugos.
Empar Fernández
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