El rico príncipe fatimí Mahmud al Dawla bin Fatik había recibido el aviso del cumplimiento del pedido de libros hecho al emperador de los griegos de Constantinopla. Eran bultos y bultos cuidadosamente envueltos por orden del príncipe en pieles dobles de camellos para que viajaran perfectamente reservados a través del mar y del desierto hasta su palacio de El Cairo.
Su esposa, la bella princesa Halip ben Asan, compartía con él su impaciencia y su amor se enriquecía noche tras noche con las confidencias de los libros que esperaba.
Los primeros títulos le produjeron una alegría exaltada, al ver que era la confidente del sabio poeta que había escogido por amante y esposo. Poco a poco el miedo la fue dominando. El tono con que el príncipe hablaba de sus libros era casi más admirativo que el que utilizaba cuando se refería a ella.
Francisco Rincón
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