De todos los escenarios que había imaginado el señor Menzel, el que tenía enfrente ocupaba, por mucho, la última posición en su lista de posibilidades. El lugar, al menos desde afuera, no podía estar más lejos de su idea arquetípica de sala de tortura. Por esta razón extrajo de su bolsillo, junto con un pañuelo de tela viejo, la nota que había recibido seis días atrás. Ajada y arrugada de tan releída, la desdobló con mano temblorosa y se aseguró de no haber equivocado el domicilio: Grimmstrasse 11. Efectivamente, era el correcto.
La Sala de Tortura -así la denominaban- era desde hacía tiempo el azote del pueblo. Instalada por un ser del que poco se sabía más allá de su ostensible inhumanidad, había logrado constituirse en una especie de institución central de la ciudad, a cuyo alrededor giraba la vida de todos.
Matías Bischof
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