Apagó la luz de la mesita y dejó el libro al lado de la almohada.
Cerró los ojos. Se quitó las gafas y las dejó indolente en su mano todavía firme.
Hizo discurrir sus pensamientos por otras mañanas y otros amaneceres, cuando el calor
de otro cuerpo se ceñía al suyo y unas manos conocidas le acariciaban tiernamente la mejilla, el pecho, el vientre, los muslos…
A pesar de los años transcurridos, su calor, su olor y sus caricias aparecían intactas cada vez que los evocaba.
Suspiró. La luz clara del amanecer entraba por las rendijas de la persiana y dejaban una pared de líneas transparentes. Miró el reloj. Las ocho. Se levantó con cuidado. Fue al cuarto de baño y se duchó. Aún con el albornoz puesto se sentó ante el espejo de aumento y se maquilló levemente. Perfiló con lápiz negro las líneas de los ojos y con un rojo suave los labios.
Rafi Bonet
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