De camino a mi nuevo hogar, mientras veía moverse el paisaje a través de la ventana trasera del taxi, iba pensando en todo lo que dejaba atrás. Ese pequeño pueblo con el salitre impregnando cada esquina y mimetizándose con la cal de las paredes de las casas. Aquel cielo impoluto con algún desconchón blanco, que nada se parecía alcielo taciturno de esta ciudad. Los olores de la huerta, con aromáticos romeros, tomillos y albahacas, que inundaban mi boca al saborear los platos que cocinaba mi madre. Los sonidos y el silencio jugando al pillapilla, persiguiéndose mutuamente en un perfecto equilibrio sin dejar que uno predominara sobre el otro. Sabía que lo iba a echar mucho de menos, pero estaba allí para cumplir un sueño. Los rascacielos se perfilaban en la bruma e iban adquiriendo más protagonismo a medida que nos acercábamos. Los primeros acordes me hicieron sonreír, no pude evitarlo y todos los pensamientos de añoranza desaparecieron de la mente. Sinatra cantaba “New York New York” mientras cruzábamos el puente de Brooklyn y la gran manzana nos engullía.
Cristina Pereferrer Sánchez
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