Me desperté turbado. No sabía cuánto tiempo había estado dormido. Podría haber sido una hora como dos minutos. Contemplé la escena, nada había cambiado en el esquife. El contramaestre Barrachina dormía profundamente y a su lado, tumbado también, el joven grumete. Desde la cruda discusión con Barrachina, de la que calculaba que ya habrían pasado dos días, no lograba descansar con la regularidad adecuada. Sufría pérdidas aleatorias de conciencia, donde no distinguía entre lo real y lo ficticio.
Diminutos apagones que me dejaban más aturdido y confuso si cabe. Que convertían un simple razonamiento en una colosal obra arquitectónica. Nada podía ayudarme a saber cuánto tiempo había estado dormido. No se reflejaba ningún cambio que me pudiese indicar, nada en lo que poder comparar. En el cielo despejado seguía gobernando, con la misma tiranía, un sol abrasador. Y el tranquilo mar azul, infinito e igual en cada ángulo, nos seguía arrastrando a la deriva. Siendo aproximadamente ya, el decimoséptimo día.
Francisco Javier Padilla Morales
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