Dulcinea, aunque nadie se atreve a llamarla ası́ en el pueblo, peina sus largos cabellos grises en esta hora frı́a del anochecer de otoño. Se encuentra sola, en su recámara, frente a un espejo algo roto, enmarcado en una tabla oscura y severa que denota su pertenencia a una casa más importante, pero que, vaya usted a saber cómo, ha mudado hacia el corralón manchego donde habita Aldonza Lorenza, la afamada hija de Lorenzo Corchuelo, que ya ha enviudado dos veces, y ahora, dueña de la hacienda y de la casa, pastoreando la cuadrilla de hijos que atienden las tierras, el molino y la huerta, se deja mecer dulcemente en los vaivenes de los recuerdos, mientras acaricia su larga melena negra, siempre púdicamente recogida en un gracioso moño.
Fernando Escudero
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