Ayer vino el padre Serrapio a darme el viático. Después, creyéndome muerto, cerré los ojos y apreté los puños para entrar con buen pie en el otro mundo. Pero solo escuché un rumor apagado y los llantos de mi hermana Nati que aullaba como un lobo solitario en la estepa. Sentada en su mecedora de anea se abanicaba buscando, quizá, un soplo de aire fresco o una explicación a tanta desgracia. El sacerdote, una vez impartidos los sacramentos, abrió la ventana del dormitorio y se limitó a decir con mucha solemnidad: “Ventilen la casa, aquí huele a muerto…”. Me hubiera gustado arrojarle una de sus biblias sobre la cabeza para responderle como se merecía, pero pensé que un fiambre solo puede actuar desde la impunidad de su alma en transición y
me ovillé debajo de las mantas para seguir esperando lo irremediable. Y aquí sigo, como un soldado al que se ha abandonado en una garita para que vigile los movimientos del enemigo. Lo malo es que no veo nada.
Agustín García Aguado
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