Recuerda que no se había quitado los zapatos. Ni siquiera había puesto un paño sobre el asiento de la silla. Evoca en su memoria que, desde allí subido, miraba, a través de la ventana, el paso de los coches que circulaban sin pensar en los demás; ajenos a la vida individual del resto de la gente que, absortos en sus cuestiones particulares, deambulaban cerca de ellos. A los peatones que en rojo cruzaban los pasos de cebra. A aquellas personas que paseaban por las aceras sorteando el mobiliario urbano, las sillas y mesas de la terraza de los bares, los patinadores y unas cagadas de perros que sus desaprensivos amos no consideraban tener que recoger. A su mente trae que aquella mañana se esforzaba en despejar unas nubes que amenazaban una repentina lluvia mientras algunos tímidos rayos de sol, con mucho esfuerzo, iluminaban la calle dibujando en el suelo las grises y alargadas sombras de los árboles que en aquella rambla llevaban años plantados resignados a ver y oír las miserias de tanta gente.
Vicente Corachán
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