Llevo un rato hechizada con la mirada clavada en el horizonte. Los campos amarillentos, en ocasiones, casi desérticos, parecen no acabarse nunca. A través de la ventanilla del tren, las balas de paja, abandonadas y dispersas en el solitario paisaje, desaparecen haciéndose imperceptibles con rapidez. No hay tiempo para la nostalgia, la velocidad de la máquina, enseguida, sustituye una alpaca por otra, un campo por otro, un infinito por otro. No pienso en nada, solo observo en silencio.
Al cabo de unos minutos, un fuerte traqueteo me saca de mis pensamientos. Apenas han sido unos segundos de sacudida, pero han bastado para devolverme al interior del vagón. En frente, un señor de avanzada edad, barriga exagerada y mostacho blanco duerme con la boca abierta como un polluelo esperando a que su madre lo alimente. A su lado, una joven raquítica de piel blanca y ojeras marcadas escucha música con unos grandes auriculares sin dejar de manipular el móvil. Por suerte, el asiento de mi lado está vacío. Odio tener que entablar una conversación con alguien solo por el hecho de que la aplicación de compra de billetes nos haya asignado butacas contiguas. Además, he podido dejar la bandeja de empanadillas que mi madre se ha empeñado en darme.
Olga Prado
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