El hombre de rostro pétreo, un gigante de casi dos metros, enfundado en una bata blanca, desde la cumbre de sus ojos azules metálicos, dirigió una mirada despectiva al torso del muchacho que formaba parte del grupo variopinto de viajeros que acaba de descender del tren de mercancías y, al instante, señaló con un brusco ademán de la barbilla la dirección de la izquierda. Ni siquiera hizo mención de utilizar el estetoscopio que colgaba de su pecho.
¿Para qué? El adolescente, de dieciséis años recién cumplidos, supo al instante lo que el gesto del hombretón significaba. Aunque había procurado ahogar la tos que pugnaba por emerger de la caverna de sus pulmones durante los breves segundos que el ángel de la muerte lo escrutó, la enfermedad que padecía resultaba imposible de disimular. Se la oía, se la veía, se la palpaba… No había duda: la dirección de la izquierda conducía a las bóvedas que albergaban esas cámaras de gas de las que tanto había oído hablar durante el infernal viaje de tres días por ferrocarril, el destino que
los dirigentes nazis reservaban a los reclusos cuyas condiciones físicas les impedían trabajar como animales de carga más allá de unos pocos días, acaso unas horas, quizás unos minutos; y de allí, según se rumoreaba, sólo se salía convertido en humo, cenizas o pastillas de jabón.
Salvador Robles Miras
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