Que a Amanda la hubieran dejado plantada en el altar hace treinta y dos años debería ser, a día de hoy, con tanto tiempo de por medio, algo como mínimo anecdótico. Algo de lo que poder reírse, o al menos medio sonreír, y recordar casi como una proeza: “yo sobreviví a un abandono, delante de ciento cuarenta y tres invitados más el cura, que para más recochineo ofrecía su primera ceremonia y al que tuvieron que consolar casi tanto como a mí”. Sin embargo Amanda no sólo obvió la información a su primer marido, el oficial, el que no la dejó plantada en el registro civil porque era un ateo convencido y se negó a pasar por la iglesia, a pesar de la ilusión mal disimulada que le
hacía a ella, sino que tampoco lo contó a nadie en ese nuevo trabajo que encontró después del traumático suceso. Ni tan siquiera cuando había pasado un tiempo y tenía confianza con algunos de sus compañeros.
Hilia
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