El perro pastor alemán Pancho, entre sonoros y desgarradores ladridos, porfiaba en tratar de liberarse de la correa extensible que, atada a una farola, pese a sus más de dos metros de longitud, le impedía alcanzar el círculo de sombra que proyectaba el cerezo plantado en el jardín comunitario de la vecindad.
Adelaida Laguna, una anciana octogenaria que escribía poemas líricos cada vez que el recuerdo de su marido difunto la inspiraba, un día sí y otro también, vecina de Beatriz Bayona, la joven dueña de Pancho, ayudada por el vecino del piso inferior, bajó una sombrilla de playa al jardín y la colocó estratégicamente para que protegiera al animal de los implacables rayos del sol que, en contra del pronóstico meteorológico, se había abierto paso entre los densos nubarrones. Pancho, aliviado, redujo un poco la intensidad y la frecuencia de sus ladridos, sólo un poco, ya que lo que él anhelaba sobre
todo era moverse a su antojo.
Salvador Robles
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